
Oliver Herrera, miembro del itdUPM y exalumno del Máster en Tecnología para el Desarrollo Humano, está trabajando en la actualidad como oficial de logística para el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Kakuma (Kenia).
Un lunes poco diferente a cualquier otro me encontré a mí mismo aterrizando en Kakuma, un lugar el cual tan solo un par de meses antes no hubiera podido encontrar en el mapa.
Al momento de que el avión comenzaba el descenso tuve una sensación de estar aterrizando en una planeta ajeno al mío. Una superficie similar a aquél que se muestra en las fotografías que toman los rover vagabundos en Marte, y es que la Turkana occidental en el norte de Kenia comparte ese color rojizo que da matices a esas tierras africanas que se leen en las novelas de Conrad o Kapuściński.
Es ese color del cliché condensado, de las ideas preconcebidas de occidente bajo ese sol africano que irradia la estepa como si fuera una tarde de verano eterna, el África profunda.
En el horizonte, allá detrás de los árboles de estío y mucho más allá de las chozas de paja se ven pequeñas colinas que demarcan la geología siempre inconclusa de nuestra propias preconcepciones sobre el África sub-Sahariana, se encuentra Kakuma, que en swahili significa ‘Ninguna Parte’, y en este contexto, ‘ninguna parte’ quiere decir a un costado del lago Turkana, a poco más de cien kilómetros de la frontera del Sur-Sudán.
Kakuma es el segundo campo de refugiados más grande de Kenia, con una población estimada en 165.000 almas, similar al tamaño del municipio de Alcorcón en la Comunidad de Madrid, aquí la diferencia está marcada por el hecho de que los habitantes en este conjunto humano depende de los donativos de la comunidad internacional para continuar con el día a día de una vida que lo único que les puede prometer, en el mejor de los casos, es el sueño de una repatriación a lo que la imaginación del colectivo local proyecta como el paraíso norteamericano; con sus hamburguesas y automóviles de lujo. Tal vez y con un poco de suerte las montañas prometidas del Canadá, o en ocasiones, una nueva vida en los confines del mundo, Australia.

El campo de refugiados de Kakuma es el hogar de una población dinámica y multicultural formada por un colectivo humano de unas cuantas decenas de nacionalidades distintas, que al contrario de una ciudad cosmopolita en el mundo occidental, aquí se han asentado gracias a la caridad internacional y del gobierno sede, muchas veces a costa de la misma identidad de los refugiados.
El campo concentra una mayoría de somalíes seguidos por una cantidad considerable de sur-sudaneses, que a raíz del conflicto armado en esa bomba de tiempo geopolítico que explotó nuevamente en diciembre del 2013, tuvieron que abandonar sus hogares. También hay congoleses, ruandeses, burundeses y hasta un iraní.
La vida en un campo de refugiados, cada uno con sus peculiaridades conferidas por la ubicación geográfica y el contexto cultural, es similar. La pobreza y el tedio de la espera adquieren tonalidades similares.
Me encuentro trabajando como oficial de logística para el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en la Sub-Estación de Kakuma para la operación de Kenia.
En términos generales, me desempeño como el responsable de la logística para este campo de refugiados, desde la construcción de infraestructura, hasta la adquisición de bienes y servicios para el funcionamiento operacional de la misión, así como también de la planeación del abastecimiento de artículos de consumo básico para los refugiados o ‘personas de interés’ en el argot de NNUU, que son aquellas personas que buscan asilo ya sea por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a algún grupo social particular o persecución política, y más recientemente, por efecto del cambio climático.

Mantas, cobertores, tiendas de campaña, lonas de plástico, algunos pocos utensilios de cocina y jabón, es aquello que a través del esfuerzo de un equipo de trabajo consolidado por varias decenas de nacionalidades, es distribuido al colectivo humanitario en busca de ayuda .
Entre nubes de polvo, un calor insoportable, comidas intragables, fauna nociva, enfermedades exóticas y la reclusión de vivir en un compound de Naciones Unidas, la experiencia de saberte como ente participativo que de manera directa colabora con lo más básico de nuestra moral colectiva y personal como lo es la acción humanitaria, haciendo al mismo tiempo de tu vida algo significativo, y tal vez diferente, para mejorar la vida de alguien que lo necesita, es una experiencia que te cambia la vida, incluso tal vez más que para las personas para quienes trabajas.
El ser un humanitario en estos contextos es un viaje del que ya no existe retorno. Es estar aquí sin saberlo, es aquello que todos los que nos dedicamos a la cooperación tenemos dentro de nosotros; el afán de sentirte trascendente en un mundo alejado de banalidades materiales o de pretensiones espirituales, es convertirte en mejor persona al exponerte frente a frente, de manera directa, con algunos de los contextos más complejos de la existencia humana.
Como miembro del itdUPM y exalumno del máster en Tecnología para el Desarrollo Humano y la Cooperación, la posibilidad de trabajar para el ACNUR se la debo en gran parte a la formación que recibí en la Universidad Politécnica de Madrid.
Los diversos puntos de vista de sus académicos, su experiencia y conocimientos, calidad humana pero sobre todo el apoyo recibido, fue parte de un trabajo consolidado que me sirvió para llegar a ser parte de una organización que no solamente cambia las vidas de aquellos desplazados de sus hogares en busca de asilo sino les da la oportunidad de volver a comenzar sus vidas.
Mi experiencia en el máster de TDHC es ya parte fundamental de mi trayectoria profesional. Gracias a algunos de los conocimientos técnicos ahí adquiridos, he podido aplicar ciertas lecciones a los retos que se enfrentan en el día a día de una operación compleja en el terreno.
Gracias a estas experiencias, mi visión y participación en el mundo es diferente. Nuevamente, mi vida ha dado un giro más a una vida de expatriado me hace sentir parte de nuestra aldea global llamada humanidad.